El único país del mundo que usa armas nucleares es Estados Unidos. Lanzó bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki al final de la Segunda Guerra Mundial, matando e hiriendo instantáneamente a 200,000 civiles. En unos cuantos meses, entre 150,000 y 246,000 personas más murieron por envenenamiento radioactivo.
¿Fue esto un crimen de guerra? Sí, según enmiendas posteriores a los Convenios de Ginebra. Sin embargo, EE. UU. y sus aliados ganaron la guerra, por lo que solo figuras políticas y autoridades militares alemanas y japonesas fueron procesadas durante los juicios de los tribunales penales de la posguerra en Nuremberg y Tokio. Al parecer, el genocidio era una cuestión política, no moral. Los perdedores cometen crímenes de lesa humanidad, los ganadores defienden el “estado de derecho”.
Todavía está por verse quién “ganará” la horrible guerra en Ucrania, aunque es claro quién es el agresor. Rusia está matando y lesionando a miles de civiles ucranianos, incinerando ciudades, hospitales y escuelas, y obligando a la gente a migrar masivamente y provocando el sufrimiento humano.
Sin embargo, ¿puede el presidente Biden mantener una posición moral superior al acusar al presidente ruso, Vladimir Putin, de crímenes de guerra? Una breve mirada a la postura de este país sobre sus propias transgresiones responde a esa pregunta.
Crímenes brutales e hipocresía. El único organismo internacional permanente con autoridad para enjuiciar el genocidio, los crímenes de guerra, los crímenes de lesa humanidad y los crímenes de agresión es la Corte Penal Internacional (CPI) de La Haya. La CPI se fundó bajo los auspicios de las Naciones Unidas. Después de años de debate, 123 países finalmente firmaron un tratado, conocido como el Estatuto de Roma, mediante el cual se creó la CPI en 2002. La deficiencia del acuerdo es que solo se aplica a los países signatarios y estipula que solo se puede investigar y juzgar a individuos por violencia y perjuicios, no a instituciones ni gobiernos.
Estados Unidos y China, entre algunos otros, votaron en contra del tratado.
Rusia lo ratificó y luego se retiró en 2016 para evitar acusaciones de atrocidades en Siria y Crimea contra sus fuerzas armadas.
El tribunal emitió su primer fallo en 2012 cuando declaró al líder rebelde congoleño Thomas Lubanga Dyilo culpable de crímenes de guerra relacionados con el uso de niños soldados. Desde entonces, la CPI ha acusado a un total de 46 personas, incluido el exjefe de Estado libio Muammar Gaddafi.
Actualmente, el personal del tribunal está realizando investigaciones en la República Democrática del Congo, Venezuela, Georgia, Afganistán, Libia y otros doce países. Casi ninguno está en Europa ni América del Norte.
A lo largo de los años, varios gobiernos estadounidenses han tenido diferentes actitudes hacia el tratado. La principal objeción ha sido a la cuestión de otorgar jurisdicción a la Corte Penal Internacional sobre un miembro del gobierno de los Estados Unidos o de sus fuerzas armadas.
En el año 2000, el presidente Bill Clinton finalmente firmó el tratado después de la guerra en Kosovo, pero nunca lo envió al Congreso de los Estados Unidos para su ratificación.
Posteriormente, la administración Trump inició una guerra total contra el tribunal. En 2018, el asesor de Seguridad Nacional del presidente Trump, John Bolton, dijo a la Asamblea General de la ONU: “En lo que respecta a Estados Unidos, la CPI no tiene jurisdicción, legitimidad ni autoridad”.
Para probarlo, en 2019, el secretario de Estado Mike Pompeo prohibió las visas para abogados y personal judicial que investigaban los asesinatos de civiles en Afganistán por parte de Estados Unidos. Las investigaciones de la CPI sobre los abusos de los derechos humanos cometidos por Israel contra los palestinos provocaron más denegaciones de visas. Posteriormente, el presidente Trump emitió una orden ejecutiva radical en 2020 que amenazaba con sancionar a cualquier persona, incluidos los periodistas, que investigara la tortura y otros delitos cometidos por la CIA en centros de detención clandestinos.
En abril de 2021, el presidente Biden abrogó la orden de Trump, pero reiteró la resistencia de Estados Unidos a cooperar con el tribunal. En oposición, la representante Ilhan Omar presentó una resolución al Congreso, firmada por ocho legisladores solitarios, en la que pedía a Estados Unidos que se uniera a la Corte Penal Internacional.
Un orden internacional amañado. Hay otro tribunal que se supone debe responsabilizar a los estados soberanos. Se trata de la Corte Internacional de Justicia (CIJ), creada en 1945 por las Naciones Unidas y a la que Estados Unidos se unió en 1946.
En 1984, la CIJ, a veces llamada Corte Mundial, dictaminó que tenía jurisdicción en un caso presentado por el entonces gobierno de izquierda sandinista de Nicaragua contra los Estados Unidos. Nicaragua acusó al gobierno de Reagan de violar el derecho internacional al realizar una guerra encubierta contra ese país.
En un acto de altiva arrogancia, EE. UU. se negó a reconocer la autoridad de la corte y literalmente abandonó las audiencias del caso. Posteriormente se negó a pagar indemnizaciones por los daños causados por minar en secreto puertos en Nicaragua y por armar a las guerrillas antisandinistas.
Aun así, el Consejo de Seguridad de la ONU podría haber hecho cumplir una sentencia judicial. Sin embargo, la aplicación está sujeta al poder de veto de los cinco miembros permanentes del consejo, el cual Estados Unidos usó en el caso de Nicaragua.
Menos juzgados, más justicia. La demostración de conmoción de Biden por la brutal invasión de Rusia es parecida a la de Jeff Bezos cuando tildó a Howard Schulz de ser codicioso. A pesar de los tratados y los tribunales, los crímenes de guerra son endémicos en la constante y feroz competencia del capitalismo por nuevos mercados e influencia territorial. Mientras los imperialistas impulsados por las armas y la energía manipulen a las Naciones Unidas a su gusto, al mismo tiempo que se burlan del resto del mundo, los trabajadores pagarán con su sangre. Si queremos acabar con los crímenes de lesa humanidad, tenemos que reemplazar el insostenible sistema de lucro internacional por uno socialista, de una vez por todas, antes de que la crisis climática, otro crimen de lesa humanidad, provoque que se reduzcan las áreas habitables del mundo.